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«Manzana» Montemurro, el camionero que cambió la vida de Agarrate Catalina, en un nuevo adelanto del libro de Guzmán Ramos y Fabián Cardozo

El material se denomina «Cien Veces Murga» será presentado a mediados de enero. Lo edita Ediciones B para Uruguay y Argentina. Contiene un centenar de relatos murgueros de todas las épocas.

«Manzana» Montemurro fue uno de los camioneros históricos del carnaval uruguayo, cuyas historias navegan por más de tres décadas. Fue uno de los pilares de Falta y Resto, pero, como cuenta Yamandú Cardozo, llegó a Agarrate Catalina para cambiar la vida del grupo y convertirse en un «guía espiritual». Este relato, en la voz de su protagonista, forma parte de un centenar de historias que seleccionaron los periodistas de Calle Febrero, Guzmán Ramos y Fabián Cardozo -con la producción de Gonzalo Botta-, denominado «Cien Veces Murga», que se presentará a mediados de enero.
«Cien Veces Murga» resume el trabajo de un año con decenas de entrevistas acerca de los personajes y espectáculos más representativos del género murguero, a través de varias décadas, con una pormenorizada recosntrucción de sucesos y documentos.
Será editado por Ediciones B en Uruguay y Argentina, utilizando un formato con el que se han realizado las biografías de Pappo Napolitano y Los Redonditos de Ricota.

Narra Yamandú Cardozo:

El Manzana” Montemurro, camionero de la murga, representaba todo: era como nuestro padre, una guía personal alucinante. Lo queríamos mucho y lo extrañamos más aún.
Lo trajo al grupo Tabaré (Cardozo), a quien conocía desde hacía años, por ser el padre de un compañero suyo en una banda llamada infamemente “Muy Bueno Sote”.
Ambos se reencontraron una noche en el club Nueva Palmira, a finales del 2002, en un ensayo previo a nuestra primera prueba de admisión y ahí mismo quedó apalabrado para transportarnos en el carnaval siguiente
– “¿Nos llevas?”, le preguntamos.
– Obvio, ¿quién los va a llevar, sino?, respondió, dejando de lado a conjuntos grandes como Zíngaros, que hacían más de 100 tablados y le generaban un ingreso económico muy importante.
El Manzana hacía todo: establecía la ruta, disponía cómo debíamos ir sentados arriba del camión y hasta fijaba la hora para empezar a prepararnos en el club.
“Mañana, todos a las siete y media y si alguien no está, lo esperamos igual”, decía, sabiendo que los murguistas éramos unos boludos para la puntualidad, lo que implicaba después ir pasando en rojo todos los semáforos de la ciudad, a los que tenía detalladamente presentes en su memoria.
Su mayor récord es llegar del Geánt al Sporting en doce minutos.
También tenía de las otras: cuando nos demorábamos demasiado se declaraba en huelga e iba despacio a propósito, para hacernos tomar conciencia de la importancia de no andar haciendo locuras en el tránsito.
Los asientos de adelante del camión se cotizaban alto, porque estaba bueno ir a su lado toda la noche. Esos lugares los ocupaban generalmente las mujeres o Tabaré, que tenía que cuidar su garganta del frío.
En la parte de atrás poníamos asientos largos de madera, pero con el paso del tiempo se fueron rompiendo, debido a los sacudones y el ajetreo de los pozos, así que decidimos hacerlos de hierro.
A esa altura, el camión había dejado de ser un simple medio de transporte para convertirse en un lugar íntimo y trascendente para todo el grupo; un espacio de encuentro, de ensayos si hacía falta, de asambleas y reuniones decisivas.
También fue una metáfora de lo que le pasó a La Catalina con el tiempo, ya que el crecimiento popular se vio reflejado en el montón de seguidores que salían a hacer tablados con nosotros, muchos de los cuales nunca habíamos visto antes, pero con los que estaba buenísimo compartir, porque eran hinchas que, al mejor estilo de las bandas de rock, se hacían un tatuaje o pintaban una bandera para acompañarnos por los barrios.
Llegamos a ser hasta sesenta ahí arriba…
Era un camión que hasta fue un éxito de taquilla: si quedaba alguno afuera del Teatro de Verano, El Manzana lo agarraba, le ponía un traje de la murga y lo hacía bajar cualquier cosa de la utilería con tal que hacerlo entrar sin pagar entrada.

***

Después del 2008 dejamos de salir con El Manzana, porque estaba enfermo.
Ya no volvimos a salir en camión; no era lo mismo andar por las calles sin su compañía.
Tenía diabetes, se hacia diálisis en la tarde, pero a la noche estaba al pie del cañón con la murga.
Ese año nos dijo que al terminar colgaba los botines, que estaba cansado y había llegado su momento del retiro.
Prometimos que si ganábamos le regalábamos la copa y así lo hicimos.
Antes de finalizar el carnaval murió “Chichita”, mi abuela, a quien le dedicamos la canción “La Niebla.
Yo había estado con ella todo el día en el hospital. Falleció a las 11 de la noche, pero no nos quisieron decir nada hasta que terminaramos las actuaciones de ese día, ya que era como la abuela de toda la murga.
Del club nos fuimos al velatorio y, al otro día, del velatorio al tablado.
Durante todas esas horas escuché varias voces: algunas me decían que saliera, porque me iba a hacer bien y otros compañeros me sugerían que me fuera a descansar.
En eso me agarró El Manzana y dijo: “Yamandú, hoy tenés que salir y cantar para ella. Yo ya le dije a mi hijo (el músico Gustavo Montemurro) que el día que yo me muera, ustedes salgan y canten”.
Ahí mismo me hizo prometer que el canto de esa noche sería más fuerte, con más garra y energía de la habitual.

***

Me enteré de la muerte de El Manzana en un momento de un viaje de Formosa a Buenos Aires.
Iba a juntarme con Tabaré, que tenía un toque en La Trastienda y al otro día volvía a Formosa, donde me reuniría de nuevo con la murga.
Nos quedó el sabor amargo de no haber compartido sus últimos momentos y no haber podido despedirlo.
Cuando al otro día nos reunimos con La Catalina, hicimos toda la actuación, pero no pudimos cantar la despedida de ese espectáculo (*) para el público, aunque sí lo hicimos luego, íntimamente, y fue muy emocionante.
Al regreso a Montevideo, Gustavo nos contó que, en sus momentos finales, en sú última noche, los médicos habían dicho que ya no quedaba más nada por hacer, pero él no se quería ir.
Estaban esperando que sucediera, pero el momento no llegaba.
Gustavo pensó que El Manzana se quería despedir de nosotros, así que fue hasta su casa, tomo un discman y se lo colocó en los oídos, hasta que finalmente se fue.
Su partida fue mágica e impresionante: al igual que el texto de la despedida, fue una celebración de la rebeldía de querer seguir vivo.