El ingenio de Falta y Resto permitió escapar del control de los militares y las dos obras, de 1983 y 1984, se convirtieron en dos piezas fundamentales de la lucha contra la dictadura.
Por Guzmán Ramos y Andrea Iglesias
Foto: Jimena del Río Ocampo
La dictadura militar impuso su férreo cerrojo autoritario sobre la sociedad uruguaya, que se materializó -entre otros ámbitos- en amplio campo de la cultura. Pero a principio de los ochenta comenzó su previsible declive, apuntalado por el resurgimiento de las manifestaciones populares que hicieron oír su voz poderosa e implacable.
Por esos años, la resistencia sumó muchas voces. No estaba ya La Soberana, pero sí Araca la Cana y Los Diablos Verdes, al tiempo que en 1980 se sumó La Reina de La Teja y un año más tarde, en 1981, apareció en escena Falta y Resto.
«En el momento que surge La Falta hay un volcán que está por estallar», evoca Tintabrava, haciendo referencia al «humito» que comienza a percibirse entre actores, cantantes, obreros y estudiantes.
«Es el volcán del pueblo uruguayo», prosigue el letrista de una murga llamada a jugar un papel central en la lucha por recuperar la democracia.
En 1983 las murgas producen un fuerte viraje y endurecen sus discursos.
Falta y Resto camina entonces sobre «tierra fértil para llevar adelante una inquietud que no solo venía desde el punto de vista político sino también artístico: unir la murga -una de las mayores pasiones de mi vida- con el canto popular, que también fue parte racional y emotiva de mi juventud», rememora Raúl.
En ese grupo de grupos combativos también estaban Antimurga BCG, La Bohemia, La Solidaria, La Mueca y La Justa, además de las reconocidas cuatro grandes de La Teja, indica el máximo creador de la murga de las cuatro estaciones.
Es 1983 y régimen se derrumba, pero aún no esta derrotado.
En ese contexto Tintabrava escribe Murga La, un ícono murguero de inmensa trascendencia, pero además una sutil descripción sobre la falta de libertad que azotaba al Uruguay, al que los espectadores potenciaron con su aplauso, transformando la obra en una poderosa denuncia sobre lo prohibido y las ausencias.
«Venia en un Copsa durmiendo, de Solymar a Montevideo, y lo soñé, porque el año pasado (1982) me habían censurado todo el repertorio», rememora Raúl sobre aquel cuplé que simulaba referirse a una murga, pero que en los hechos pintaba la realidad de un pueblo censurado.
Comenzaron a ensayarlo, pero Raúl no le tenía confianza, porque pensaba que no se iba a entender, hasta una noche que decidió sacarlo.
Cuando dejaron de ensayarlo, fue Washington «Canario» Luna quien lo convenció de que era la mejor pieza para el próximo repertorio.
Y para que no quedaran dudas, le estampó una frase sin medias tintas «¿Usted se piensa que la gente es tonta y no lo va a entender?», dijo.
Fue así lo incluyeron nuevamente, aunque aún quedaba la prueba más dura: sortear a la Comisión de Censura, que por esos años venía entrenada en el castigo a los creadores de carnaval.
«Lo pusimos en el repertorio y cuando lo leyó mi mujer de entonces, Rosario (Lazaroff), me dijo que había que hacer algo, porque así como estaba no pasaría», recuerda.
«Te van a dar con un fierro y hasta te pueden llevar en cana», fueron -según Raúl- las palabras de quien tuvo el privilegio de leer las estrofas por primera vez.
Entonces pusieron en marcha un artilugio para poder zafar de la censura.
La finta consistió en desmantelar los versos y escribirlo todo en prosa, para que, de ese modo, el relato quedara presuntamente incomprensible, a simple vista. De modo que Murga La mantuvo el fraseo del verso, pero escrito en largas oraciones.
A los tres o cuatro días recibió la aprobación de los censores y a los pocos días era aclamado en los distintos barrios.
«Los milicos se tienen que estar por caer, porque si no vieron esto…», pensó su autor en ese entonces…
AL AYUÍ – Para 1984 las aguas continuaban caldeadas, aunque la vuelta a la democracia ya era visible, y solo faltaba el empujón final a una dictadura que se arrastraba por los rincones. En ese contexto, Titabrava apostó por un homenaje a José Artigas y a «la epopeya más grande del pueblo oriental», según escribió en aquella famosa retirada, que denunciaba a los traidores y tiranos, en una metáfora que no requiere explicación.
«No nombraba a Artigas porque estaba prohibido, pero hablaba todo el tiempo de él», puntualiza Raúl, recordando las advertencia y la bronca de los militares por la cuenta pendiente de 1983.
Fue así que en pleno carnaval lo fueron a buscar al tablado de El Tanque Sisley para pedirle explicaciones por la canción que se había convertido en el suceso del año.
«Los milicos me van a buscar y me llevan al Teatro de Verano para decirme que si no cantábamos esa retirada salíamos primeros», expresa Raúl, con un gesto irónico, como si ese chantaje hubiera servido para mover aunque sea un pelo de los murguistas que lo esperaban en la bañadera.
Tintabrava, para ganar tiempo y ponerse a cubierto de cualquier desborde de los militares, pidió unas horas para consultar y advertir a José Germán Araújo de aquel apriete.
«No te prometo que pueda hacer nada, pero si les pasa algo, se va saber», respondió Araújo, garantizando así que CX 30 estaría en alerta aquella noche en que Falta y Resto realizaría su segundo pasaje por el Teatro de Verano.
Pero aún amenazados, la decisión ya estaba tomada: iban a cantar sí o sí la despedida del Ayuí y ni la disparatada propuesta de último momento del comisario Ruiz, de cantar la retirada en el arranque o en el medio del repertorio, sirvió para cambiar el rumbo de un fragmento que aún está arraigado en lo más profundo del imaginario murguero.
«Entramos séptimos pero la gente no se olvidó nunca más», finalizó Raúl.
Escuche el relato de Raúl Castro (Emitido en Calle Febrero el 31/7/2016)