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Veinte anécdotas fundamentales de Falta y Resto, la murga que nació un 10 de junio de 1980 para cambiar el carnaval y dar vuelta la cabeza de varias generaciones

En la tarde del 10 de junio de 1980, Falta y Resto vio la luz, de la mano de un grupo de artistas liderado por Raúl Castro, Piruja Brocos, Carlos Viana y varios artistas nucleados en la resistencia a la dictadura militar.
Hoy, 10 de junio de 2010 se cumplen 40 años de aquel acontencimiento que marcó al carnaval y al género murguero para siempre.
Es por ese motivo que Calle Febrero recuerda a una de las murgas más grandes de nuestra máxima fiesta popular a través de un racconto de anécdotas de sus principales protagonistas, entre los que se encuentran Raúl Castro, Piruja, Jorge Todeschini, Ronald Arismendi y Pinocho Routin, que bucean entre recuerdos de una época de oro.
La fundación, los primeros años, la censura, sus cuplés memorables y sus giras internacionales, los ensayos y las luchas políticas son recopiladas en este artículo, tomando como base el libro «Cien Veces Murga», de los periodistas Guzmán Ramos y Fabián Cardozo.

EL NACIMIENTO DE FALTA Y RESTO: ENTRE UN WHISKY, UN CAFÉ CON AZÚCAR Y UNA PALABRA SOSPECHOSA
Por Hugo Piruja Brocos
El nacimiento de Falta y Resto –para el carnaval 1981– fue posible gracias a la convergencia de un grupo de personas que
proveníamos de distintos ámbitos, pero con una misma motivación: realizar acciones para voltear a los milicos.
Los primeros encuentros se dieron antes de la mitad de 1980, muy solapadamente y en voz baja, aunque con el empuje
de la militancia en contra del plebiscito.
Por ese entonces, yo era el encargado de Programa de la División Juveniles en la Asociación Cristiana de Jóvenes, una función en la que organizaba campeonatos, campamentos y todo tipo actividades para la gurisada, en un clima de bastante politización, porque esa institución era un ámbito de fuerte resistencia social y cultural.
El núcleo duro fundacional lo integramos junto a Raúl Castro, su cuñado de ese entonces, Jorge [Choncho] Lazaroff y Carlos
Viana.
A los dos primeros no los conocía, aunque ellos traían consigo una destacada actividad.
A Carlitos, sí, porque dirigía en la Asociación un grupo llamado Café Teatro, que reunía bastante gente y era muy importante en la lucha.
Un día Carlos me dice que quería presentarme a Raúl Castro, a lo que accedí.
Nos citamos en el Lindo Bar, en Rondeau y Colonia, al lado del Teatro Circular, un día frío y muy brumoso, por lo que andábamos abrigados hasta el cuello, todos tapados, como si estuviéramos escondidos, clandestinos.
Llegué un poco más temprano de la hora concretada y me pedí un whisky en solitario.
A los pocos minutos llegó Raúl, me dio la mano –no un beso, porque en esa época no se usaba– se sentó, pidió un café y
mientras le echaba azúcar y revolvía con la cucharita me miró a los ojos y dijo sin anestesia: “Yo quiero sacar una murga que cante contra la dictadura”.
Ahí mismo se hizo un silencio de unos cuantos segundos.
Lo miré y no respondí nada, pero dije para adentro: “Andate a la puta que te parió, sos un milico”.
¡Pensé que el Raúl era un tira de Inteligencia al que habían mandado para buscarme la boca!
Lo creí porque en esa época nadie usaba la palabra dictadura y mucho menos en público donde, si mirabas torcido a un cana
por la calle, marchabas, eras sospechoso.
A lo sumo se decía gobierno de facto, pero dictadura no estaba en el vocabulario.
A todo esto, Raúl seguía hablando pero yo me mantuve en el molde, callado, hasta que vi entrar a Carlos Viana por la puerta.
Recién cuando Carlos y Raúl se saludaron me aflojé un poco, tomé aire y me di cuenta de que la cosa iba en serio.
“Ahora sí vamos a empezar a hablar” fue la frase con la que rompí el hielo…

MALLA ROTA
Por Ronald Arismendi
En 1987 hacíamos el cuplé “El Deschave” con Falta y Resto.
Lo interpretó Roberto García, un cupletero sencillamente magistral, con gran talento para meterse en el personaje y no salir de él hasta que terminara la actuación.
Era un cuplé “serio”, que finalizaba con un largo solo de batería.
No había motivos aparentes para las carcajadas, de modo que no entendíamos por qué comenzó a crecer la risa
de los espectadores.
En eso vimos que a Roberto se le había roto la malla y se le veían los testículos.
“Roberto, tapate”, le gritábamos, pero él era tan fanático de la concentración que no nos dio pelota.
Finalmente, Pinocho Routin salvó la situación: se acercó, lo abrazó y lo cubrió con la capa, que era parte del disfraz
del personaje.
Cuando se lo contamos, no lo podía creer y por muchos años creyó que habíamos inventado esa historia.

“MURGA LA” Y LA DESPEDIDA “AL AYUÍ”, LA “PRUEBA FEHACIENTE” DEL FINAL DE LA DICTADURA
Por Raúl Castro
A principios de los ochenta, tras el plebiscito, comenzó a verse el humito de un volcán que estaba por estallar.
El pueblo uruguayo no estaba quieto y los obreros y estudiantes tomaron la posta con volantes, pintadas clandestinas y
casetes en la lucha por recuperar la democracia.
Era un germen de libertad que se expandía rápido y se avizoraba imparable.
La calle se convirtió otra vez en tierra fértil para plantear las inquietudes que habían estado tanto tiempo reprimidas y a mí
me llegó profundamente la necesidad de unir la política con el canto contestatario –que fueron partes racional y emotiva de mi
juventud– a través de la murga.
Lo esencial era decirle a la gente el único mensaje posible en ese momento: “no estás solo, somos muchos los que pensamos
como vos, mirá que hay una esperanza y se puede salir adelante”.
Además –y aunque la base social del género murguero siempre fue contestataria, contracultural y por ende popular y de izquierda– en ese entonces ya estaba muy claramente conformado un grupo de murgas como Araca la Cana, La Reina de La Teja,
Los Diablos Verdes, Antimurga BCG, La Mueca, La Justa, La Solidaria, más otras tantas del movimiento cooperativo, que tenían
un objetivo claro: voltear la dictadura.
En el año 1983 hicimos el cuplé “Murga La”, que hablaba sobre una murga que no existía, aunque, en realidad, era mucho
más que eso: denunciaba la necesidad de rebelarse al sometimiento, silencio y las prohibiciones que llevaban más de una década.
Contra lo que puede creerse, “Murga La” no nació desde la racionalidad, sino que provino bien desde el sentir, desde
adentro.
El año anterior, 1982, habíamos sido brutalmente censurados y yo quedé herido, con bronca, caliente.
Ni bien terminó ese carnaval me tomé un Copsa desde Solymar –donde yo vivía– hacia Montevideo y me quedé dormido:
ahí lo soñé y esa misma noche lo escribí.
Falta y Resto ya hacía actuaciones durante el año y vi que era un cuplé para cantar en invierno.
Pero un par de muchachos me convencieron de que lo guardara para el carnaval y así lo hice.
Allá por fin de año comenzamos a ensayarlo, aunque estaba en duda de seguir adelante, porque me parecía que no se iba a
entender.
Un día, en uno de esos ensayos donde todo sale todo mal, decidí sacarlo, porque lo hacíamos una y otra vez y la cosa no
cerraba.
En su lugar pusimos uno que hacía el Gallo [Jorge] Todeschini, que era una pavada, pero se nos venía encima el carnaval y
no había otra solución ni más tiempo para improvisar.
Sin embargo, una noche y con su estilo único –vaso en mano y codo sobre el mostrador– el Canario Luna me miró y dijo: “Patrón, ¿qué pasó con ese cuplé de la murga que no existe?”.
Le respondí que estaba difícil hacerlo, pero me retrucó que era lo más nuevo que teníamos, que había que ponerlo sí o sí y
que no pensara que la gente era boba a la hora de entender.
“Hágalo, sin dudas”, dijo el Canario.
Me fulminó…
A la semana llegó el momento de presentarlo ante la Comisión de Censura.
En ese entonces yo estaba casado con Rosario [Lazaroff], que fue la primera en leerlo.
Cuando lo vio me dijo que estaba bravo y que hasta me podían llevar en cana, de modo que fue ella quien inventó la trampa
con la que pasamos la censura: lo escribimos alterando la métrica, parte en verso y parte en prosa, para que, cuando los milicos lo leyeran, quedara entreverado y no se entendiera su sentido.
Lo presentamos y a los dos días fui al Teatro Solís, donde funcionaba la Comisión de Censura, a ver qué había pasado.
Fui temblando, porque sabía que era una provocación fuerte.
Pero resulta que cuando subí las escaleras me encaró un tal
Carreras para felicitarme.
Ahí tuve el convencimiento de que los milicos se iban o se iban, porque era imposible que no hubieran visto venir esto…
Eso sí: cuando lo vieron actuado y cantado en los tablados, con la rima donde iba y con la interpretación de Roberto García,
se querían morir, pero ya era tarde; había llegado a mucha gente.
Tal fue la bronca que hasta el comisario Erode Ruiz (*) me llegó a decir que estuve a punto de marchar para adentro…
* * *
Al año siguiente, en 1984, la cosa fue parecida, pero esta vez con la despedida “Al Ayuí”.
Por reglamento, no se podía nombrar a Artigas, pero todo el tiempo lo aludíamos indirectamente, por lo que representan su
revolución y figura en el imaginario uruguayo.
El texto había pasado la censura, pero la cosa se empezó a pudrir cuando los militares la vieron arriba del tablado, con toda
la gestualidad, las banderas y lo que generó en la gente.
Una noche estábamos actuando en el tablado del Sisley cuando cayó la policía a buscarme para ir al Teatro de Verano,
donde me estaba esperando el coronel Aguirre, un milico importante, que cortaba el bacalao con las prohibiciones.
Ni bien llegué me dijo que eso no lo podíamos cantar, pero yo le respondí que estaba autorizado por ellos mismos.
Ante esa respuesta, el hombre, que ya tenía bien asumido el oficio y que veía que la dictadura no tenía vuelta, optó por un
final más práctico: dijo que si la sacábamos, ganábamos el primer premio.
Lo escuché en silencio y le pedí un día para conversarlo con los murguistas, aduciendo que éramos una cooperativa.
Ni bien subí a la bañadera, lo plantee y no hubo una sola voz discordante: todos dijimos que había que cantarla sin
vacilaciones al otro día, que era cuando nos tocaba concursar en la segunda rueda del Teatro de Verano.
Esa noche, antes de salir para el Collazo, fuimos a avisarle a Germán Araújo, en CX 30, que la mano venía espesa y que nos
podía pasar algo.
“Flaco, sacala y ganamos”, dijo Germán entre risas, minutos antes de subirnos al escenario.
Cuando llegamos al Teatro otra vez me paró el coronel Aguirre para decirme que, aunque fuera, la cambiáramos de lugar,
porque había gente muy enardecida y podía haber problemas.
“Coronel, no lo vamos a hacer. La vamos a cantar entera al final de la actuación. Usted disponga y haga lo que tenga que
hacer”, le respondí, sabiendo que el hombre podía hacer cualquier macana, pero con la convicción de que al milico ya no le
quedaban fuerzas.
Es más, hasta el comisario Erode Ruiz, a quien los carnavaleros conocíamos y apreciábamos bastante, me llamó a un rincón y
me dijo con un guiño cómplice: “Flaco, estos [por los militares] me tienen las pelotas llenas. La despedida está sensacional. ¡Hacela!”.
La cantamos y salimos séptimos, pero la gente no se olvidó nunca más.

EMOCIÓN EN SAN JAVIER Y CHOQUE RUMBO AL TEATRO DE VERANO
Por Ronald Arismendi
Vivimos la etapa final de la dictadura con muchísima intensidad.
No teníamos una actuación pactada en San Javier, el pueblo de la colectividad rusa, en el departamento de Río Negro.
Sin embargo, nos desviamos para estar un rato con la gente, luego del asesinato del médico Vladimir Roslik por
parte de los milicos; un hecho vergonzoso que había conmocionado a la ciudad.
Nos esperaron con un cordero y muchos terminaron llorando luego de compartir la tarde.
También fue muy emocionante el día en la que liberaron a Líber Seregni, tras once años de prisión.
Nos enteramos por la radio, estando en el Club Tabaré.
Salimos cantando y tocando por 8 de Octubre, con la gente siguiéndonos detrás.
Llevamos las cañas tacuaras en la mano, como reconocimiento a su lucha.
* * *
Falta y Resto tenía la mala costumbre de llegar tarde a todos lados. El día del Teatro de Verano, en la primera rueda de
1983, apuramos tanto el camión, que terminamos chocando.
El dueño del auto no sabía que éramos una murga, de modo que se llevó un susto bárbaro cuando vio a aquellos
personajes vestidos de gauchos, indios y gallegos, que se bajaron bruscamente del camión, como si lo fueran a matar…

LA CARA DE LA LUNA
Por Jorge Gallo Todeschini
El año 1984 fue de una potencia artística increíble.
La murga era un huracán; el Flaco Raúl [Castro] estaba finísimo con los textos y ya se notaba con mucha fuerza la popularidad de Falta y Resto.
Hacíamos una presentación que hablaba de los desocupados, teníamos los cuplés de “Los Diccionarios” y “José Prohibido”
y cerrábamos con la despedida “Al Ayuí”, que marcó un quiebre.
A mí me tocó hacer los remates de “La Luna”, un popurrí que pasaba por varios temas del momento: la apertura  democrática –que ya era un hecho–, la Selección y había varias cuartetas sobre la situación económica de ese entonces, que venía
bastante jodida.
Como la murga había ganado mucha fuerza con la gente, era bastante común que amigos o el público se nos arrimaran a saludar y dar aliento, pero más que nada por los contenidos políticos que tratábamos.
Sin embargo, a la salida de un tablado se me arrima una señora mayor con su hija, una muchacha joven, y me dice si es
posible que ella me tocara la cara.
Al principio no lo entendí, pero accedí.
Recorrió con sus manos la frente, ojos, cachetes y mentón.
Cuando terminó, la madre me dijo que la joven era ciega y quería conocer cómo era la cara de la luna.

EL MANGUERO MÁS GRANDE
Por Ronald Arismendi
Jorge Gallo Todeschini tenía un gran talento para pedir prestado: era el manguero más grande que puede haber en la Tierra.
Si íbamos a cenar te pedía un cigarro, una papita o un poquito de milanesa; cualquier cosa, aunque no la necesitara.
Una noche nos estábamos bañando en el Club Sporting, luego de hacer tablados.
“Qué buen desodorante”, le dije a Freddy Zurdo Bessio, en voz alta, para que el Gallo escuchara.
“Dame un poco, a ver cómo está”, dijo él, para no perder la costumbre.
Pero en vez de darle el desodorante le pasé el spray con el que pintábamos la escenografía que, en el apuro y sin mirar, se lo echó por todo el cuerpo.
Cuando se dio cuenta, nos puteó en todos los idiomas.
Tenía todo el cuerpo pintado de negro y, como era muy bruto, fue a buscar tíner para limpiarse.
“No te quiebro los brazos porque mañana vamos al Teatro de Verano”, me gritaba por todo el vestuario, llorando de ardor y caminando como un robot prendido fuego.

TOTA QUINTEROS Y “LA CANCIÓN DE MI HIJA”
Por Raúl Castro
Conocí a la Tota Quinteros (*) a la salida de la dictadura, durante la campaña electoral de 1984, en una de las actividades
de la IDI (Izquierda Democrática Independiente), que por esos años era un grupo del ala más radical del Frente Amplio.
El denominador común de la militancia era la juventud, por lo que me llamó la atención verla entrar con su bastoncito a cuestas y su paso calmo, que contrastaba con su claridad y fuerza a la hora de participar en la reunión.
Pregunté por ella y me dijeron que era la madre de Elena Quinteros (**). ¡Era increíble pero yo, que era un tipo muy politizado, apenas conocía la historia de su desaparición!
Y si la conocía, era más por el altercado con Venezuela que por el hecho en sí.
Un día, en otra actividad política, nos pusimos a conversar y
entramos en confianza.
Me preguntó si la acompañaba a almorzar y ahí, en el bar Saroldi, por 18 de Julio, Tota me contó toda la historia de su hija.
El relato de su búsqueda me conmovió y estremeció profundamente. Tragué saliva y le pedí si me dejaba contarla en la
despedida de la murga.
“No solo te dejo, sino que te pido que lo hagas, porque quiero que la gente se entere realmente de lo que sucedió”, me respondió.
Esa misma noche, ni bien llegué a casa, comencé a escribirla. No fue sencillo, porque la desaparición era un concepto que
todavía no estaba presente en la cabeza de la gente.
Había que ser claros: no era lo mismo hablar de un exiliado o un preso político que de una persona secuestrada y asesinada.
Y en este caso, además, existía una línea muy fina, porque algunos ya asumían que los desaparecidos no aparecerían nunca.
Al poco tiempo empezamos los ensayos para el carnaval 1985, en el Fénix.
Ese año los cuplés no estaban tan bien, pero la despedida quedó hermosa y la cantábamos con ganas.
Cada ensayo salía mejor y sentíamos que el barrio entero la escuchaba, hasta que una noche, con el mismo paso calmo con
el que la había conocido hacía unas semanas, vi entrar a Tota al ensayo.
Su presencia ya nos alegraba, aunque no sabíamos qué hacer cuando llegara el momento de cantar la despedida.
Tota se sentó sola y así presenció toda la actuación, menos el momento final, porque no nos animamos a cantarlo.
Hicimos el último cuplé y paramos.
Quedamos mudos, incómodos, mirándonos unos a los otros y hasta la multitud que esa noche estaba en el club comprendió la
situación y acompañó con su silencio.
Entonces, Tota se levantó de su asiento para hacernos vivir uno de los momentos más emocionantes, cuando tomó la palabra
y dijo: “Muchachos, la murga está preciosa, pero yo vine a escuchar la canción de mi hija”.

DEBUT CON FALTA Y RESTO Y AL QUIRÓFANO CON ROPA Y MAQUILLAJE
Por Pablo Pinocho Rutin
En 1986 hicimos más de 260 actuaciones con Falta y Resto.
Llegamos a tener hasta 14 tablados por día, entre la mañana y la noche, de modo que rogábamos que lloviera, porque estábamos fundidos.
El día de la primera rueda llegué a la cantina del Club Tabaré a prepararme para el Teatro de Verano.
Estaba un poco descompuesto y con fiebre, así que le pedí a Carlos Bananita González (*), que es médico y ese año salía en la
murga, que me revisara.
Me tiré sobre una cama improvisada y ahí mismo Bananita me diagnosticó apendicitis.
Pero ese iba a ser mi primer Teatro de Verano con La Falta y, a pesar del riesgo que representaba subir al escenario, quería estar.
Con una cinta alrededor del cuerpo me pusieron una bolsa con hielo para bajar la inflamación e hice toda la actuación muy
dolorido.
Aguanté hasta que terminamos: ahí me desmayé y me llevaron de urgencia a ser operado, a punto de hacer una peritonitis.
Entré al quirófano con la misma ropa con la que salí de la actuación en el Collazo y los médicos no tuvieron ni siquiera
tiempo de sacarme el maquillaje para hacer la cirugía.

“ME VOY, COMO SE HAN IDO TANTOS…”
Por Raúl Castro
El básquetbol es otra de las grandes pasiones de mi vida.
Lo jugué profesionalmente desde que estaba por cumplir los veinte años, en Sporting, Auriblanco, Tabaré, Neptuno y Colón.
Nunca fui un jugador brillante, sino todo lo contrario: era aguerrido y calentón, aunque el día que me la dejaron servida en
bandeja para armar lío, terminé acostado en el suelo y muerto de la risa.
Era 1986 y Falta y Resto ya había logrado ser una murga conocida.
Además, el Canario Luna había popularizado muy rápido el “Brindis por Pierrot” (*), una canción con la que concursamos en
ese carnaval.
Yo jugaba en Colón, en Tercera División y decidí que mi retiro fuera contra Defensores de Maroñas, en cancha de Montevideo, en la antepenúltima fecha.
Iba a ser un partido sin pena ni gloria, porque ninguno de los dos teníamos chance ni de subir a Segunda ni de bajar a Cuarta, aunque no por eso iba a dejar de jugarse con agresividad y meter todo lo posible, hasta la última pelota.
Faltando pocos minutos fui a buscar un rebote bruscamente, hice la quinta falta y caí de espaldas entre la raya del fondo y el
banco de suplentes de Defensores de Maroñas.
Pero recién me cayó la ficha que había llegado mi final adentro de la cancha cuando vi a la mesa de control levantar el cartelito colorado.
Y cuando me fui a levantar, resignado, escucho que desde atrás del banco visitante me susurra un veterano: “Me voy, como
se han ido tantos…”.
¡Qué calentura, pero qué genialidad al mismo tiempo!
Era imposible que el tipo haya traído preparada esa mecha de la casa…

LA CANTINA DEL TABARÉ
Por Pablo Pinocho Routin
Estuve presente en la cantina del Club Tabaré, la primera vez que Jaime Roos le pasó al Canario Luna el “Brindis por Pierrot”,
con su guitarra.
Ahí, en los ensayos para el carnaval de 1986, sonaron por primera vez aquellos acordes.
Jaime se la cantó mano a mano, a solas, y el Canario, con su fraseo y timbre inigualables, la transformó en magia.
Ese himno nació al costadito del mostrador, entre una pila de casilleros de cerveza amontonados unos sobre otros para apretar y tensar el nylon donde estaba escrita la letra.
Con Falta y Resto viví muchos momentos inolvidables, pero fue un especial privilegio presenciar el instante justo en el que se
entonó por primera vez la canción más escuchada de la música uruguaya, interpretada por la voz más grande de la historia de
carnaval.
En ese mostrador tomé un trago por primera vez.
Había entrado a la murga en 1985, con 21 años, y hasta ese momento no había tomado ni siquiera un medio y medio.
Recuerdo que pedí una amarga con vermut porque me daba vergüenza pedir una Coca-Cola.
El mostrador de esa cantina vivió las madrugadas después de los ensayos con personajes como el Canario Luna, Picho López o
el Bananita González, típicos murguistas de la guardia vieja, con un humor muy especial.
El Canario era capaz de vaciarte una papelera adentro del bolso para que llegaras a tu casa y vieras caer toda aquella mugre
de yerba y paquetitos.
¡Era el modo de hacernos pagar derecho de piso a los más jóvenes!
“Los Reyes Magos son los padres”, gritó una vez a unos niños que jugaban en una placita, sacando la cabeza por la ventanilla de la bañadera.
El Picho López era increíble: tomaba whisky con leche y picaba sobre el mostrador, con su navaja, un pedazo de cordero
traía envuelto en diarios adentro de una carterita.
Él trabajaba en el Automóvil Club del Uruguay y venía a la murga casi sin dormir.
Una vez le hizo abrir el capó del auto a una señora.
Pero cuando lo fue a revisar, apoyó la cabeza y se quedó dormido sobre el motor, con la mujer adentro, acelerando.
El Bananita, en tanto, era un generador de humor permanente…

EL CUPLÉ “LA GENTE” Y DOS LECHUGAS POR UN PAN, EN UN PAÍS EN CRISIS
Por Raúl Castro
En 1988, Falta y Resto empezó su etapa de consolidación y cambios.
A mitad del año anterior nos enteramos que Julio Julián no seguiría como director escénico, de modo que su reemplazo era
algo que empezó a rondar en la cabeza de todos con cierto grado de preocupación.
A mediados de los ochenta había comenzado a ingresar a la murga una camada joven, compuesta por Edú Pitufo Lombardo,
Pablo Pinocho Routin y Ronald Arismendi.
Los tres se hicieron muy amigos entre ellos y comenzamos a compartir la creación, además de la noche y los boliches.
Fue ahí donde me empecé a dar cuenta de que Pitufo –que en ese entonces era el platillero– tenía un swing especial; un gran
talento y conocimiento de la música en general.
Pero fueron los viajes al interior los que me terminaron de convencer: eran muchas horas de ómnibus en las que el fenómeno agarraba la guitarra y no la largaba más.
Pasaban los meses y los componentes empezaron a proponer nombres para dirigir el coro.
Llegaron a sugerir a Cocina Márquez y a otros artistas muy importantes, consagrados.
Como no había resolución y la cosa estaba muy conversada, el día de la asamblea tomé la palabra y dije: “Muchachos, el director está acá presente y más precisamente al lado mío: va a ser Pitufo”.
En el momento todos aplaudieron, lo felicitaron y bancaron la decisión, pero al rato me preguntaron si era en serio, porque
no iba a ser fácil para un joven de 21 años pararse al frente de La Falta.
Y dicho y hecho: llegó el primer ensayo y Pitufo se los metió en el bolsillo con su talento.
Ese día no voló ni una mosca.
* * *
En 1988 obtuvimos por primera vez el primer premio, con un espectáculo por el que siento un cariño muy especial: hacíamos la presentación dedicada a Mariana Zaffaroni, los cuplés centrales eran “La Gente” y “El Poder” y la despedida se la cantábamos a Bartolomé Hidalgo.
Cuando llegó el momento de estrenar “La Gente” en los tablados, Pinocho estaba totalmente involucrado y metido en el
personaje, que representaba a un uruguayo común y corriente, de modo que él, por su cuenta, decidió poner un pedazo de pan
en la bolsita de los mandados con la que aparecía desde la platea.
Cuando los botijas lo vieron, se le abalanzaron y lo dejaron sin nada; le comieron hasta la última miga.
Terminamos la actuación en la Curva de Maroñas y nos fuimos volando para el Goes.
Cuando llegamos, abrimos la puerta de la bañadera y ahí estaban otra vez los gurises –otros gurises– preguntándonos si
nosotros éramos la murga que repartía pan.
Fue algo increíble y doloroso a la vez.
Increíble, porque no había pasado ni siquiera media hora entre un tablado y otro, y ya estaban todos enterados, en una
época donde no existían los celulares.
Y doloroso, porque si estaría brava la mano que los pibes nos preguntaban eso…
Al final, decidimos cambiar el pan por dos lechugas…

PEPE REVOLUCIÓN: LA GÉNESIS
Por Pablo Pinocho Routin
“Flaco, ¿qué pasó con la revolución?”, le preguntó una noche Jorge Choncho Lazaroff a Raúl Castro, en una de esas interminables charlas de mostrador y madrugada.
El Flaco quedó pensando, pero no dijo nada: la respuesta llegó a las 48 horas escrita en un cuplé maravilloso, al que el Choncho puso música de apuro, para poder estrenarlo con el carnaval empezado, tras ensayarlo solamente diez o doce días.
Cuando vimos la letra de “Pepe Revolución” quedamos impactados.
El Choncho se la llevó a su casa de Solymar para ponerle la música, hasta donde nos fuimos una mañana con Pitufo Lombardo, ansiosos por escuchar cómo había quedado.
El Choncho nos dio un casete con el cuplé terminado y salimos caminando con Pitufo, desesperados por escucharlo.
Entramos a una panadería para comprar algo de comer y meternos en un monte con el casete y uno de esos antiguos grabadores a pila.
Teníamos la plata del boleto y poca cosa más, de modo que entramos a sacar cuentas de cuánto pan y fiambre podíamos
comprar.
Las cuentas no daban.
“Yo les pago el pan”, dijo, desde el fondo de la panadería, sin que lo viéramos, el padre del Choncho y allá nos fuimos a pasar
la cinta cien veces.
Al día siguiente soñé con la vestimenta del personaje: una galera, una camiseta antigua de dormir, un calzoncillo largo de
felpa, una galera y una flor, que fuimos a comprar junto con Ronald Arismendi, en una tienda de la Aduana.
Fue la primera vez que hice un cuplé descalzo, vaya uno a saber por qué razón.
Representó una época del mundo entero y, tal vez, esa haya sido la explicación de su gran impacto.
La noche que lo hicimos en el Teatro de Verano, luego de la muerte de nuestro gran compañero Peter Panaro, fue estremecedora: hubo dolor y rebeldía.
Volví a ver el cuplé hace poco, junto a mi hijo, Camilo, y me erizó recordar toda esa gente sentada en las escaleras o colmando
la cantera para ver a Falta y Resto, una de las murgas más revolucionarias de la historia.

LA HERMANA DE LA CONEJA
Por Raúl Castro
Uno se cree dueño de sus canciones, pero la realidad es que después que entran a circular entre la gente, cada uno le da la
interpretación que se le antoja, al punto que a veces es difícil imaginar el alcance o para qué lado las lleva el que la escucha.
Eso depende del estado de ánimo, del momento que uno atraviesa o, simplemente, de las ganas que las cosas que se cuentan, pasen en la realidad, porque la imaginación, si hay algo que
no tiene, es límite.
Estábamos esperando para actuar en el Jardín de la Mutual con Falta y Resto.
Como ese año trabajábamos mucho, me senté en la escalerita de la bañadera a descansar un poco y veo que se arrima una
muchacha joven con ganas de buscar conversación.
La piba era todo un personaje y con el paso del tiempo se fue construyendo un lindo vínculo con nosotros, con pequeñas anécdotas: fue ella quien me sugirió que armara la dupla con el Mono [Orlando da Costa] en los espectáculos; otra vuelta apareció en el ensayo vestida de payasa y salió a recitar unos versos con nosotros y hasta la hemos visto en alguna gira por Argentina.
“Flaco, ¿cómo estás? ¿Te acordás de mí?”, me preguntó aquella noche.
“La verdad que no”, le dije.
“Yo soy la hermana de la Coneja”, dijo y empezó a contar toda la historia de la canción, asociando cada verso con un personaje de su entorno, agregándole fechas y describiendo cada lugar con lujo de detalles.
Yo no entendía nada, porque la canción cuenta una historia inventada, que no es nadie en particular. Sin embargo, le seguí
la corriente, porque atrás de esas palabras, había todo un rollo y, quién sabe…
A lo mejor esos versos fueron importantes en algún momento de su vida…

MURGAS EN MI AGONÍA ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE
Por Raúl Castro
Un ratito después de una operación que iba a ser sencilla tuve un paro cardíaco que duró diecinueve minutos y por el que
estuve doce días en coma.
Fueron diecinueve minutos apagado, muerto, de los que volví por alguna razón inexplicable, según dicen hasta el día de
hoy los que conocen un poco de medicina.
El milagro empezó en el minuto doce, cuando dejaron de reanimarme.
Uno dijo: “listo, se fue Tintabrava”, pero un muchacho llamado Corujo siguió dándome bomba hasta que la maquinita
cantó que seguía vivo.
La murga tuvo mucho que ver en mi regreso de la muerte.
Me cuentan que estando en coma le pedía a mi hija Soledad que me cantara murgas y ella me entonaba bajito la despedida del
Tuleque (*).
De esos doce días recuerdo que me soñaba caminando en la playa del Cerro, por la orillita, vestido con vaquero y el agua hasta
los tobillos, viendo pasar a mis amigos y familiares –algunos de los cuales ya no están– con destino a un barco naranja anclado en las penumbras.
Yo también iba hacia él escuchando a Jaime Roos cantar “Y cuando nadie recuerde tu alma, cuando se incendie una catedral,
manos de fuego abrirán tus alas y tu graznido renacerá (**)”.
Se me pasaron por la mente sonidos y aromas del Fénix, donde La Falta ensayó por muchos años, aunque la postal que me
curó fue ver a mis cinco hijos cinchando de una cuerda imaginaria, como pidiéndome que me quedara…
Cuando recobré la conciencia y me contaron lo que había pasado se me vinieron encima sesenta y siete años de murga.
En el sanatorio, por las noches, le pedía a mi hermana que me cantara la despedida a los pájaros de Asaltantes con Patente
(***), que era la que entonaba mi viejo de chico, cuando íbamos en el auto.
En solitario, también tarareaba el inicio de “Balcón, que abre la ciudad” (****), una despedida que hasta el día de hoy me
hace llorar de la emoción, al punto que cada vez que la escucho tengo que cambiar al son cubano para recuperar el aliento.
Y entre idas y venidas y largas horas de hospital fui pensando un nuevo espectáculo, que escribí a los pocos días de salir.
No sé cómo me quedará, pero en esa instancia límite me convencí que la murga es lo que me gratifica: le puedo pegar o
no, errar o acertar, pero es lo que me pone feliz y voy a seguir haciendo siempre.

EUROPA, EL MUNDO DESARROLLADO, LAS CALLES DE TRAINSPOTTING Y EL SECRETO PARA PASAR LA GORRA A LOS GRINGOS
Por Raúl Castro
La gira por Europa de 1992 nos permitió conocer una parte del “mundo desarrollado” y darnos cuenta de las diversas realidades que conviven a metros de distancia en países como España, Francia, Bélgica, Holanda, Inglaterra, Gales, Suecia, Alemania e
Italia.
Una cosa es la fantasía libretada que nos muestran la televisión, el cine y los medios occidentales y otra muy distinta es ver
ahí a los pibes tirados en el medio de la calle, entre las jeringas de heroína, como en la película Trainspotting (*).
Me impactó ver un mundo en ruinas detrás de una fachada.
Además, la gira tuvo un condimento emocional muy fuerte porque fuimos con el discurso de los 500 años del Descubrimiento de América.
Como artistas populares, el objetivo era poner nuestro granito de arena y sumar una voz más a las de la contraconquista,
que en algunas partes de Europa tenían su importancia.
Unos meses antes había fallecido Freddy Mercury y la despedida de ese año (**) era toda cantada con sus músicas, de modo
que las presentaciones en las plazas tuvieron un éxito increíble.
En Holanda no entendían nada, pero igual nos ovacionaron en todos los rincones donde actuamos.
En Francia, nos llevaron al Teatro Ópera de París (***), que estaba ocupado por los artistas en huelga, donde les cantamos a
los sindicatos de actores, que piraron con La Falta.
Pero lo fundamental fue que, a pesar de que el viaje tuvo una pata comercial, en los hechos nos ganamos el sustento pasando
la gorra en las plazas, en una fiel representación de la identidad e historia de la murga uruguaya.
En Toulouse llegamos a una plaza y nos pintamos entre medio de la gente.
Allí inventamos la señal de lanzar los pañuelos de los trajes hacia el cielo para comenzar la actuación, porque no había maestro de ceremonias ni telón.
En Andorra logramos juntar unos mangos y comprar una amplificación para las actuaciones callejeras. Hubo un antes y un
después de eso, porque la mejora en el sonido nos permitió llegar a una mayor cantidad de gente.
En el Ponte Vecchio [Florencia, Italia] armamos flor de montonera y cortamos todo el tránsito turístico, al punto que
nos sacaron los milicos.
Además, los comerciantes patearon porque nos quedamos con toda la gente de un plumazo.
En Londres fue al revés: caímos de caretas al lado del Big Ben (****) y los gringos no nos dejaban terminar.
Nos daban de a diez libras, que en ese entonces eran como diez o quince dólares de acá.
También aprendimos a ser pícaros para ganarnos el jornal entre la gente.
Yo, que más o menos le pego al inglés, tenía preparado un discursito en el que decía que el que no tuviera dinero igualmente
pusiera una pelusita de su bolsillo, porque el artista callejero necesita más del amor que de la plata. Cuando escuchaban esa frase quedaban como locos…
Sin embargo, la clave para pasar la gorra y sacarla llena es mirarlos a los ojos.
El que va medio achicado y con la mirada en el suelo marcha, porque hasta al inglés más copetudo le gusta que le demuestren interés.