Ronald Arismendi, uno de los principales percusionistas de nuestro carnaval, falleció en la mañana del martes 30 de julio, informó el Sucau.
Su deceso se produjo imprevistamente en la ciudad de Paraná, Argentina, donde residía desde hace algunos años.
Ronald fue uno de los maestros del redoblante.
Debutó en la murga Curtidores de Diablos en 1975, junto a Orestes «Chiquito» Roselló.
De inmediato pasó al plantel de la murga Nos Obligan a Salir, aunque el mayor protagonismo lo obtuvo con Falta y Resto a mediados de la década del ochenta.
En esa murga integró los planteles de los primeros premios de 1988 y 1989.
Más tarde estuvo en La Milonga Nacional y sobre mediados de los noventa participó en Curtidores de Hongos, en especial, en los emblemáticos espectáculos de 1993, 1994 y 1995.
Luego de un regreso a La Milonga Nacional, el artista pasó otra vez a la primera escena de la categoría, en varios de los espectáculos de finales de los noventa y principios de la década siguiente, en A Contramano.
Por esos años también integró fugazmente la batería de La Reina de la Teja.
En el último tiempo estuvo en Asaltantes con Patente y Don Timoteo, donde otra vez se reencontró con los primeros premios del género.
El año pasado estuvo en Curtidores de Hongos y para el 2020 tenía previsto salir en Nos Obligan a Salir, murga con la que estaba ensayando.
Además de su prolífica trayectoria murguera, Ronald dictó talleres de murga en Uruguay y Argentina y subió al escenario junto con varios exponentes de la música uruguaya.
A continuación Calle Febrero propone un recuerdo a Ronald Arismendi a través de la recopilación de varias entrevistas que formaron parte del libro «Cien Veces Murga – Relatos fundamentales de la murga uruguaya», de Guzmán Ramos y Fabián Cardozo..
El “Loco Iván Bentancour (*) fue uno de los platilleros más grandes.
Tuve la oportunidad de tocar junto a él en el espectáculo “Murga Madre”, de Edú “Pitufo” Lombardo y Pablo “Pinocho” Routin, en el año 2007.
En esa época Iván ya estaba muy enfermo, en la etapa final de su vida: apenas hablaba y su mirada quedaba perdida en la nada.
Sin embargo, nos esperaba puntualmente en su habitación del (Hospital Geriátrico) Piñeyro del Campo, vestido de traje, adonde íbamos a buscarlo para los ensayos.
Estaba ausente en las conversaciones.
Sin embargo, volvía a la vida cada vez que agarraba “los bronces”, que era como él llamaba a los platillos.
Allí vibraba, bailaba y su cara se llenaba de felicidad.
Una noche, de regreso al hospital, paramos en la esquina de 8 de Octubre y Luis Alberto de Herrera, donde antes funcionaba el tablado Jardín de la Mutual.
Iván reconoció aquel lugar y dejó caer una lágrima.
“Pensar que acá la rompiste, viejo”, le dije, interrumpiendo su momento íntimo.
“Lindos y antiguos recuerdos”, apenas respondió él.
Cuando cambió la luz del semáforo y arrancamos, Iván otra vez volvió a su silencio, con la mirada en el vacío.
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Debuté tocando el bombo, en el carnaval 1975, con la murga Curtidores de Diablos, junto a Orestes “Chiquito” Roselló (*), que estaba el redoblante.
Él era una gran figura, a la que le gustaba hacer un solo de batería una vez que la murga bajaba del tablado, bailando adelante, con sus dos compañeros detrás.
Todos esperaban su momento.
Una vez, en el tablado de Rentistas, le pedí que no hiciéramos ese solo, porque estaba por perder una bota, pero él dijo que de ninguna manera; su protagonismo era innegociable.
La noche anterior al Teatro de Verano, Roselló se agarró a las piñas y yo tomé el redoblante.
Tenía 16 años, en una murga cuyos integrantes tenían de 45 para arriba.
“Toco el redoblante, pero solo si me dejan hacerlo a mi manera”, les dije.
En aquella época, de murguistas con otro códigos, donde se hablaba poco y nos tratábamos de usted, esa frase era toda una falta de respeto.
Sin embargo, me dijeron que sí y desde ese momento casi no me separé más del redoblante.
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El carnaval está muy globalizado y el toque de batería no es ajeno a ello: hoy, todas se parecen entre sí, a diferencia de antes, cuando reconocíamos los sonidos a los diez segudos.
Eran épocas donde los veteranos nos enseñaban a armar y desarmar el redoblante, a armar los palos y a tantear para saber si el instrumento estaba afinado.
Las influencias de la música de los años ochenta marcaron el toque de las baterías: las de de la Unión tenían más vértigo y usaban más toques de cumbia, con un estilo bien candombeado y tropical, mientras que las de La Teja apuntaban a un ritmo popular latinoamericano, de protesta y reclamo, con un golpe más punzante, que iba de la mano con nuestros espectáculos.
En Falta y Resto o La Reina de la Teja (ambas de la corriente de La Teja) apuntábamos a la marcha camión; jamás ibamos a entrar en el estilo tropical, ni en presentaciones ni en despedidas.
Y si en algún momento las baterías de La Teja jugaban con un toque más cumbiero, salsero o de rock and roll, era solo por un momento -dos o tres compases- para luego volver a nuestro ritmo, porque el cometido era ejecutar músicas de los artistas más comprometidos políticamente.
Siempre sentí que la música de la batería no puede ir separada del mensaje.
Decir que la batería acompaña es una falta de respeto.
Por eso es fundamental que el tocador estudie la letra y tenga claro que con su golpe está diciendo, del mismo modo que otros lo hacen con su voz.
Pero más allá de los estilos y modos de tocar, la clave está en la intuición.
Aprendí de los viejos murguistas que no se debe copiar a otro y que es importante dejar tu firma en el instrumento.
“Marciano” (Ruben Laner) me marcó desde muy joven.
Decía que me prestaba el redoblante porque yo lo hacía a mi manera, dejando una huella digital.
También aprendí que la libertad y el sentimiento son fundamentales.
Si uno ejecuta como siente, es imposible que el toque salga mal…
Foto: Fanny Laviano